Tuesday, April 24, 2012

Recuerdo

Recuerdo lo que hace tiempo, quizás un viejo hombre sabio barbudo me dijo y que desde entonces no he olvidado. Recuerdo que el, ¿o era ella?, una mujeruca arrugada con labios carmín quizá, me lo dijo con una confianza plena de la verdad de aquella declaración. Recuerdo mi silencio, pensativa, digiriendo una a una aquellas palabras, mis ojos perdidos mientras mis neuronas procesaban, verificaban con ejemplos vitales, si lo que decía era correcto, o no. Recuerdo lo joven que era cuando escuché aquellas palabras y como albergaba en mí todavía algún rayo de esperanza. Recuerdo lo injusta que había sido la vida conmigo… solo el comienzo de lo que seria el resto de mi vida. Recuerdo el dolor agudo en mi pecho, el dolor atroz en el que estaba sumergida en el instante en el que el o ella pronunció esas palabras. Recuerdo, sí, ya me acuerdo de quien fue, la enfermera de uno de aquellos hospitales en los que viví prisionera, atrapada. Recuerdo a la mujer claramente, curioso que por un momento no la recordara, al fin y al cabo parece que esto esta haciéndome efecto. La recuerdo perfectamente, sus cabellos plateados, sus mejillas sonrosadas, su redonda cara, sus estoicos movimientos, su espíritu altivo, sus labios rojizos, moviéndose, mientras me decía aquellas palabras que nunca olvidé. Recuerdo la aguja clavada en mi brazo - pálido, resignado, abobado por la inercia – extrayendo mi sangre enferma, mi sangre sin espíritu, invalida, invadida desde que nací por unos cuerpos alienígenas invisibles que nadie conocía, ni yo, ni la enfermera que me hablaba, ni los médicos, ni los expertos, ni los especialistas, ni los curanderos, ni las brujas que visite y consulte. Recuerdo las miradas de cada uno de ellos, dándome respuestas vacías, ecoicas, demagógicas. Recuerdo sus palabras intentando rociarme con esperanza. Recuerdo como fui perdiendo cada átomo de esa esperanza después de cada una de esas alternativas fracasadas, de cada remedio fallido que podría o debería intentar. Recuerdo los daños colaterales, las cicatrices, que cada una de esas opciones que intenté dejó en mí, en mis brazos, en mis piernas, en mi cerebro, en mi alma. Recuerdo los orificios que todas esas agujas gélidas dejaron en mis brazos, perennes marcas, rellenas de mi sucia sangre coagulada, ese producto basura que me mantuvo muerta y viva durante todas esas horas que poblaron todos esos días, que llenaron todos esos años que inundaron todas esas décadas que fueron mi vida. Recuerdo ese día, sus ojos y el movimiento de sus labios rojos, su boca cuando me descubrió su afirmación, o seria su secreto?, su secreto de vida. Recuerdo ese día, y el cielo y el olor a muerte de las flores de la persona de la otra cama del cuarto, y la textura del aire condensado del cubículo, penetrando mis pulmones, en los pulmones de ella, en los pulmones de él. Recuerdo que pensé en las partículas de aire flotando en el cuarto calientes, procedentes del aliento de la enfermera mientras me confiaba su secreto, su filosofía de vida esculpida con la experiencia con cientos de postrados hospitalarios. Recuerdo con asombrosa claridad como casi podía ver esas partículas de aire que habían residido durante segundos en sus pulmones, que habían sido transportados a través de su cuerpo, usando su sangre no contaminada como vehículo. Recuerdo como imagine que desaparecían en el pecho del otro paciente, permanentemente horizontal, inflándose su meseta, sus pulmones celebrando la venida de nueva vida. Recuerdo como me enmarañé en este juego mental y veía las partículas de oxigeno recién liberadas de mi vecino salir despedidas a la atmosfera de mi miserable ecosistema y como mi cerebro las atraía hacia mis orificios nasales. Recuerdo que los vellos de mis brazos entubados, prisioneros, se irguieron/ pusieron en pie, asqueados al pensar tener en mi cuerpo aire de otros cuerpos enfermos, opulentos de parásitos, secreciones, virus, patologías, como mi cuerpo. Recuerdo que respire hondo, procesando sus palabras. Recuerdo como esas fueron las palabras que reverberaban en mi mente mientras me inyectaba por última vez en mi ajado brazo, el elixir que le daría a mi muerte en vida la vida en muerte, la única solución que le encontraría a mi interminable calvario. Recuerdo, claro que recuerdo su susurro, cuando profetizo hace tanto: que el secreto de la felicidad es tener buena salud y mala memoria.

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