Monday, November 08, 2010

Kasongo me ilumina - o el relato de una coqueta luciérnaga en la oscuridad

Perdida en la grotesca oscuridad de una noche de otro siglo que se enmaraña en el presente, aparece una luciérnaga.

En el salón, de esta casa construida por los bárbaros belgas antes de que el mundo se agitara con la segunda guerra mundial, abarrotada por su pomposa luminosidad, la luciérnaga se contonea, vivaracha ante mis ojos rendidos por la fatiga. Se regodea, saltarina orgullosa de sus antenas y su bombilla.

Solo ella porta luz, todo lo demás en las selváticas hectáreas que me rodean, esta cubierto de una cruel opacidad que sólo deja ver los sonidos de los grillos. La luna es ama, duena y senora orgullosísima de todas las sombras, contornos y horizontes parducos. Y hasta la noche es mulata.

En entornos en los que llegan mínimos estímulos a los ojos, el cerebro se agudiza, los ojos se despiertan y lo llano y mundano se convierte en arte, poesía y color. Entre rejas fermentan los instintos y las ideas. Comienzo a masticar mi soledad obligada. A gozarla y darle la bienvenida. Perdida en el corazón de África o en el culo del mundo, en la nada, donde solo hay polvo, sudor y pies descalzos, me he topado con una extraña paz, para la que nunca tengo tiempo. Pero el tiempo aquí también se ha apagado. Este claustrofóbico escondite de interminables segundos de sol e interminables segundos sin luz, está lejos del infierno que creía encontrar.

Es un paraíso de antes. Purito y casto. Ajeno a nuestras distracciones y glotonerías de occidente. Sin antenas, exceptuando las de decoran las cabezas de nuestros amigos insectos. Que tontea con el aburrimiento, pero con un que-se-yo que escapa a revistas de agencias y documentales de la 2. (seguramente por fortuna).

Ni taxis, coches o autobuses. Ni bares, boîtes, o antros – ni recuerdo o imaginación de ellos, ni teles ni visones, ni juguetitos eróticos, ni revistas, ni libros, ni periódicos – por no haber, no existen casi ni las letras ni los puños que las puedan crear –, ni perros, gatos, o caballos, ni mues, ni ñues, ni ricos ni famosos, ni blancos, ni rubios de ojos azules, ni restaurantes japoneses o tacones de aguja (los únicos tacones aquí, son Tacones lejanos). Nunca ha habido ni habrá ni una sola pizza, ni un triste cruasán. No hay microondas, ni ipods, ni asfalto, ni hay por qué. Tampoco tampones. Ni piscinas, ni afterhours, ni fiestas de la espuma, ni falta que hacen. No hay chistes, ni chicles, ni chinos.

Si hay fe, y canciones de repente, y juguetitos de los de antes –que dirían los abuelos - hechos con ruedas prejubiladas y tapones de botellas reusadas hasta la saciedad. Sí hay paseos con cabras caprichosas, algún anófeles palúdico, alguna que otra (wanna-bi) bicicleta –, pescaditos secos colocados en montoncitos en el mercadito esperando a ser engullidos, un guardia de tráfico -de personas- en la rotonda principal. Si hay polvo, y fecundaciones, muchas. Y muchas, muchas caras atónitas y miradas curiosas cuando yo voy descubriendo la riqueza que se esconde en la pobreza de este lugar.

Los niños se asustan y no se atreven a acercarse a mí. Si lo hacen es para pedirme un bombom ou de l’argent. El sol castiga en el caminucho rojizo en donde todos los que me ven pasar me remiran con curiosidad que me hace sentir (un tanto incómoda) como una celebridad o como un bicho raro raro raro. Me sudan hasta los antepasados, y el polvo del camino genera un barrillo en mi epidermis que por un momento me hace pensar en un ligero y apanado moreno. Un espejismo sin duda alguna: el agua de la pileta en donde me baño, -y nótese que no digo ducha, por que no acostumbro a usar eufemismos - me aclara, las ideas.

Estoy lejos de todo y cerca de todo. Lejos de mi epicentro, de mi ecosistema, de los aires que respiro. Cerca de las realidades más básicas de la vida, de las sonrisas más sinceras (y con menos empastes), de las miradas más transparentes, de las verdades más escritas y descritas por otras civilizaciones.

Cerca de lo que siempre ha estado ahí pero que no he podido ver por estar cegada con tanta luz. Y aquí sigo sin ella. Da igual abrir los ojos que cerrarlos. Solo puedo ver mi imaginación, mis ideas, a mi-sma. Como la luciérnaga, que decidió crear su propia luz interior cuando todo a su alrededor era noche, como la noche que se inventó las estrellas, como las estrellas que se fugaron, a mí Kasongo me ilumina.



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