Le surcaba la cara una cicatriz maliciosa. Poseía
una mirada a medio camino entre la desdicha y la poesía, escondida en sus ojos azules,
inertes. Y entre esos ojos, una nariz desafortunadamente asimétrica resbalaba
sin más. De los brazos, le colgaban unas manazas. Afortunadamente mudas. Todos
le conocían en la ciudad. Todos, menos
yo.
La energía que le rondaba fue lo que me
empujó a levantar la vista de mi ordenador aquella fría mañana de enero. Yo iba
a trabajar todos los días por la mañana a ese café. Me sentaba en una mesa
enorme de madera, me pedía un cappuccino y trabajaba sin parar toda la mañana.
Me encantaba mi rutina.
“Un café con hielo. Grande”, dijo él. Pagó a la
chiquilla, a ella, dio media vuelta, cogió
su café y me miró mientras salía de la cafetería. “ Que tengas un buen día” – me
gritó. Y me guiñó uno de esos ojos azules inertes suyos. Creo que fue en aquel
momento cuando me hipnotizó.
Cada día la escena se repetía y él entraba en
la cafetería y pedía su café. Grande. Me dirigía su saludo matutino a todo pulmón
y salía con la misma gracia con la que había entrado. Se metía en su BMW que
aparcaba casi diagonalmente ocupando dos lugares, y se iba a toda velocidad.
“Qué hombre más curioso”, me dije.
A los pocos días, ya había adquirido un
reflejo condicionado. Con tan solo una frase, repetida cada mañana a la misma
hora, había nacido en mi un extraño interés por él. Miraba hacia la puerta
cuando se abría. Hasta que aparecía. Con sus tatuajes que pretendían ocultar.
Y cuando se iba, seguía con la vista el BMW, sin entender. Y uno de los días en
los que mi mente se aturullaba intentando averiguar su vida, de camino a la calle, después de
pedir su café y pagarle a la chica, a
ella, se detuvo. Se acercó a mí, se sentó en la silla al otro lado de la
mesa de madera y me espetó con descaro: “!Qué vida mas aburrida debes de tener!”
“!Lo mismo digo!”, le dije. “Que tengas un
buen día”, me dijo levantándose. “Y tu también”, le dije entre dientes, clavándole
los ojos en la nuca mientras él caminaba hacia a la puerta.
Entre lágrimas, más adelante, le contaría mi
secreto. La primera y única persona a la que se lo conté. Y un año más tarde, confirmaría
yo el suyo. Su secreto.
Unos días después de nuestra primera interacción,
volvió a sentarse delante de mí con su café. (Grande). Me preguntó que a que me
dedicaba. “A qué te dedicas? Siempre te veo aquí, escondida tras tu ordenador.”
Le conté a que me dedicaba entonces. “A defender los derechos de las mujeres. Y
tú?” Y antes de contestarme, me dijo si quería un café y salir a charlar con él
a la terraza. “Sí gracias, uno como el tuyo” - Le dije. Nos sentamos en la
terraza, aún hacía frío. Me preguntó: “Quieres la versión corta, la versión
larga, o la versión drama de mi historia”. Me hizo reír. Le dije, “La versión drama, por supuesto”.
Se llamaba Keith. Era Americano, aunque
Americano solo había sido en su primera vida, si así se le podía llamar. Vida. Había
sido holandés en la segunda (vida) que comenzó debajo de un puente de Ámsterdam,
con un ataque al corazón, y las venas perforadas. “Toqué fondo y tomé impulso”,
dijo.
Su padre, un holandés emigrado a Estados
Unidos, descubrió dicha y desdicha en una botella. Keith, había seguido pronto sus
pasos y a los 18 años sus brazos ya tenían sed de jeringuilla. Huyendo de su
presente, buscó futuro de vuelta en Holanda. Pero solo encontró más droga. Dormía
en las aceras, pedía florines a los turistas, y llenaba el estómago con restos
de comida que encontraba en la basura. La nariz se la rompió un puño una noche de
invierno. Pero mereció la pena: 9 horas de sueño en un portal caliente. Caliente.
Antes y después de la noche en que su nariz dejo de ser afilada, miles de
agujas consiguieron inyectarle de todo, incluido un virus (desconocido entonces)
que llegó a su cuerpo en 1986.
Me contaba su historia, como si nada. Ahora
ya entendía la historia de su nariz deformada, y la historia de sus tatuajes
que pretendían ocultar. Aún no sabía la historia de la cicatriz, ni la historia
de su BMW.
********
Los
retoños en los árboles fueron poco a poco reapareciendo, y Keith y yo conversábamos
todos los días. Era mucho mayor que no, y no me atraía lo mas mínimo. Tenía una
cara grotesca, deformada. Era como un personaje de Tolkiem con los ojos azules
y el pelo rubio. Era su inteligencia lo que me fascinaba. Y su espíritu. Un espíritu
diferente, singular. Me desorientaba y me llenaba de preguntas. Cuanto más
sabía de él, menos le conocía, y más extenso parecía hacerse el océano de su
vida. Quería saber más. Y más me fue contando. “Toqué fondo y tomé impulso. Alguien
me debió encontrar prácticamente muerto debajo de un puente. Solo se que me
desperté en la cama de un hospital. La sombra de una sobredosis siempre es la
nube que cubre a todos los yonkis, pero uno siempre piensa que le tocara a
otro. En este caso el otro fui yo. Del hospital, me mandaron a un centro de
rehabilitación. Allí pase 8 largos meses. Era el año 1998. Me limpié. Creo que
ninguna célula de mi cuerpo recuerda ya la heroína. Lo dejé todo. Menos el
café. En el centro conocí a Hanneke, una trabajadora social que se convirtió en
mi única amiga. Nunca había visto a alguien con el pelo tan rubio como ella. Era
casi blanco. Paseábamos por el centro a menudo, charlábamos. Ella tenía solo 21 años. Un mes antes de
que me dieran el alta, me dijo que le preocupaba que recayera al salir de nuevo
al mundo real. Y así fue como me contó el proyecto de su hermano Eric. Eric
vino a visitarme un día al centro. Tenía una empresa de producción de música y
me ofreció ayudarle cuando saliera. Como no tenía realmente ninguna otra opción,
acepté. Él y yo descubrimos al unísono mi potencial para el negocio. En los dos
años que estuve de voluntario, su empresa creció como la espuma y como
catapultado, en 6 años creé mi propia productora de música, hoy, la número 1 en
Holanda… Sí, toqué fondo y comencé a subir sin parar… sin parar. Sus ojos se
perdieron mientras me contaba.
****
Era una tarde de verano, 6 meses después de
haberle visto por primera vez. Nunca le había visto en ningún otro lugar que no
fuera el café. No tenía su teléfono ni ninguna otra información de contacto. Ni
siquiera sabía su apellido. Y sin embargo - y sin embargo - aquella tarde le conté
mi secreto.
El cielo se iba poniendo colorado. Y el rosa
de las nubes se sumergía en los canales de Ámsterdam. Su casa estaba enlatada
en una callejuela en frente de uno de esos canales de postal. Al igual que la
casa de Anna Frank, tenía dos partes, la de delante, que daba hacia la calle y
la de atrás, escondida, que daba a un patio cerrado y sombrío, silencioso. Me
hizo quitarme los zapatos para entrar. Todo estaba impecable. Impecable. Una
tras otra fue enseñándome todas las habitaciones. Las paredes podían estar
orgullosas. Aquella casa parecía un museo. Yo me preguntaba como una persona
que vestía tan mal, con esos pantalones negros andrajosos, y las zapatillas
blancas de deporte que parecían dos barcas, podía tener un refugio con tanto
gusto. Cuadros, esculturas, muebles de madera de caoba, roble o ébano, exquisitos.
Tras cada puerta, una habitación aún más bonita. Hasta que en una de las
puertas de la parte trasera de la casa, se detuvo. Me miró fijamente con los ojos muy abiertos.
“No te asustes, me dijo. No te lo había
comentado aún. ”Al abrir aquella puerta, se abrió también la sorpresa. No había
nada en aquella habitación oscura. No había nada. Nada. Hasta que mis ojos se
adaptaron, y dejaron paso a la luz y fue apareciendo al fondo de la habitación vacía
un colchón en el suelo. Y en el colchón,
la vi. A ella. Se giró. El cabello
largo, suelto le tapaba la espalda. Le regaló una sonrisa sin ganas. A Keith. A
mí me miró confundida. Se le veía minúscula en la penumbra.
La capacidad humana de conectar ideas es
fascinante. Se comienza por una taza de café que nos recuerda a una cafetería
de Marrakech en la que estuve hace tres años con amigos, justo después de que
se nos rompiera la llave del coche de alquiler y tuviéramos que pasar horas
mirando a dicha taza del café (a la que nos recuerda esta taza de café) hasta
que alguien viniera a traernos una llave nueva, (porque, dicho sea de paso, no
funcionó el truco de pegar las dos partes de la llave e intentar introducirlas
en la cerradura con ayuda (poca) del aceite (mucho) con el que fríen el pescado
en el restauran frente al cual se encontraba el coche impenetrable) y se acaba
por acordarse de la versión de mi futuro que me leyó una amiga basando sus
conjeturas en los posos de una taza de café en Wisconsin, que hablaba de que
leer los restos del café en una taza era como leer una palma de la mano y que podría
descifrar el destino de uno. Pum, pum, pum, de una idea a otra. Si… la
capacidad humana de conectar ideas es fascinante.
Al verla a ella en el colchón en la habitación
en la casa de Keith, allí en el suelo, allí en la penumbra, mi mente divagó. Conectando
unos puntos con otros tejí lo que sin duda era la verdadera explicación de la
rocambolesca escena de esta historia.
Ella, una chica de 17 años con un trabajo precario,
problemas con sus padres. En la casa de
él, de cincuentaypico, con tanto dinero como labia. Su amante. Su proxeneta. Su
dueño. La había ido conquistando día tras día al pedirle un café. Grande. Dejándole
propinas. Grandes. Regalándole promesas. Grandes. Descubriendo las flaquezas de ella cada día, desmontándola,
hasta desnudarla completamente y convertirla en su marioneta. Convenciéndola de
que si no tiene donde ir, puede quedarse sin problema en su casa. Que él, “ya
sabes, ayudo a muchas otras chicas como tú”. Y cobrándole el alquiler en ese
mismo colchón. Y la única razón por la cual me había invitado a mi, sin haber excluido
aquella habitación de su recorrido por la casa, era por que me está presentando
a mi eventual compañera de habitación y colchón. Por que quiere desmontarme a
mi también. Y mi mente siguió y siguió, con imágenes de lo que podría haber
sido y no fue, hasta que me devolvió al aquí y al ahora.
“Ven, vamos al salón, quieres algo de beber?”
– “Un té”, le dije, mientras él cerraba la puerta.
“Desde esta ventana se ve el centro de
rehabilitación. My baby. Todo lo que
gano y no gasto en arte, muebles o coches, lo meto allí, en el centro de rehabilitación
para jóvenes. Cuando me empezó a ir muy bien en la empresa, me metí en este
proyecto. Quería ayudar a gente como yo. Que hubieran tocado fondo o que
estuvieran a punto de tocarlo. Me da la vida el centro. Es mi bebé. ¿Ven
quieres verlo? " Esta aun abierto a esta hora?, pregunté. "Sí, están las luces encendidas,
deben estar los administrativos aún.”
Cruzamos el puente hasta llegar al otro lado del canal. Como dijo Keith, aún
había dos chicos allí. Ambos le saludaron efusivamente, mediante sendos
sentidos abrazos. El sitio era maravilloso. Todo pintado de blanco. Olía casi a
santuario. Impecable. Techos altos. Sólo las obras de arte rompían la blancura.
Los chicos no eran clientes – como les llamó él- sino un par de trabajadores
sentados en una mesa enorme, entre papeles. “Las mujeres son los casos más
complicados” – dijo Keith, “casi nunca
tienen una sola adicción, se meten de todo y cuando tocan la calle, casi nunca
volverán a salir de ella. Por eso aquí nos centramos más en las chicas.” Me
ensenó todas las salas del centro. Resultaba raro ver un centro de este tipo en
uno de los edificios más majestuosos del centro de Ámsterdam. Las ventanas
llegaban casi hasta los techos, los jarrones de flores eran espectaculares. El lugar tenía duende.
“ Ven, te quiero enseñar el estudio de
grabación”. “¿Dónde está?” “Abajo, ven”, dijo. Bajamos. El sótano, vasto y
reluciente, era igual de alargado que el piso de arriba, pero tenía los techos
muy bajos, y subiendo la mano se podía tocar el techo. “Piensa en algún
cantante holandés. Cualquiera. Te aseguro que ha estado aquí grabando, aquí
vienen todos a grabar”. “ Impresionante”, le dije. “ ¿Y la cicatriz? ¿Qué te
pasó?”. “Ahá, la cicatriz, querida... la cicatriz es mi secreto”.
Y
mi mente me catapultó de nuevo hacia conexiones, reflexiones, pensamientos,
ideas, y comenzó a divagar de nuevo. Cómo
he podido desconfiar de él?. Seguro que la chica de su casa está teniendo
problemas y él la está ayudando, dejándola estar en su casa para que no acabe
debajo de un puente. Es la chica del café. La de los ojos ensimismados. La
chica sin sonrisa. Menos cuando le ve a él. Su salvador, su salvación. Él se
dio cuenta enseguida, al pedirle sus cafés todos los días. Sus manos
transparentes, su mandíbula apretada, su delgadez extrema. Las ojeras que
acunaban sus ojos. Algún día hablaron en la terraza y él le preguntó si estaba
bien. Ella no consiguió aguantar las lágrimas y le contó todo el follón en el
que estaba metida. Sus padres la habían echado, cuando intentó robarles la
televisión, después de haberse llevado ya media casa. En el trabajo ganaba una
miseria y con lo que le dedicaba a sus vicios, iba a acabar tarde o
temprano pidiendo dinero a los turistas,
por caridad o por un polvo. Y él… Cómo he podido pensar….
Al volver a la casa, el té ya se había
enfriado, y la tarde colorada se tornó en una noche opaca. Fue entonces, cuando yo le conté mi secreto. Y él me
escuchó como si supiera lo que le iba a contar. Sin pestañear. Mi secreto. No me juzgó. No
me tiró ninguna piedra. Me escuchó. Me entendió. Me comprendió.
Y después de un rato en silencio murmuró unas
palabras que nunca conseguí entender: Juan
y Lucas 8 y 15.
El lunes siguiente, volví al café a trabajar
como de costumbre. Y el martes, y el miércoles. Ni rastro de Keith. Ni de ella. No me atreví a preguntar a sus
compañeros. Y el jueves, al entrar, allí la ví. Me asusté al verla, por que
estaba completamente demacrada, casi amarilla. Ella también se asustó al verme
a mí entrar. Su cuerpo hablaba, y parecía pronunciar las palabras “Tierra
trágame”. Dejé mis cosas en la mesa y me puse a la cola para pedir un café.
Cuando fue mi turno, le pedí un café, en holandés. Le sonreí, y mi sorisa pronunciaba
las palabras “No te preocupes, no voy a decirle nada a nadie. Soy una tumba. Tu
secreto acaba en mí”. Mientras me preparaba mi café, su cuerpo seguía
repitiendo las palabras “Tierra, trágame”, pero había algo más, en sus ojos.
¿Qué decían esos ojos esquivos? Sí, decían “No te preocupes, yo tampoco le voy
a decir nada a nadie. Soy una tumba. Tu secreto acaba en mí.”
"¿Sabes dónde está Keith?”, le pregunté. “No,
no sé nada de él” le dijo al cuello de su camiseta, sin levantar la mirada.
Ahora su cuerpo parecía pronunciar las palabras: “ Tierra, trágatela a ella,
dile que se calle, que me deje en paz, que no pronuncie su nombre, que se vaya”.
Preguntarle a una pared seguramente habría dado más frutos. No entendía nada.
Le di las gracias, cogí mi café, me senté, y con el ceño fruncido me pregunté: “¿
Qué cojones le pasa a esta tía? ¿Dónde coño está Keith?”.
Abrí el ordenador y me puse a trabajar. No
podía concentrarme. Algo no me cuadraba. Para distraerme, decidí leer el
periódico. Me levanté, y fui a la mesita donde estaban los periódicos
holandeses. En la página 6, entre un anuncio de sostenes de Woman Secret y otro
de bombones Leonidas, había un artículo, con 3 párrafos, 235 palabras, 3567
letras y 1 foto. De Keith. Leí el título y las tres primeras líneas antes de
que el resto de las letras se emborronara por completo, y el sonido de los
latidos de mi corazón hicieran cada vez más fuertes y retumbaran en mi sien. “No, no puede ser. No puede ser.” El
artículo se titulaba “ Keith Bakker, acusado por acoso sexual por 5 clientas de
su clínica de rehabilitación”. Cuatro de las chicas que estaban en su clínica
habían salido a la luz para denunciarle, después de que el lunes otra chica de
19 años denunciara ante los medios que Keith había querido iniciar relaciones
con ella, y que ante su negativa, él le había forzado y le seguía acosando
constantemente.
Miré a la chica que seguía haciendo cafés, pero
solo la conseguí ver en ese colchón en la penumbra. No conseguía creerlo. La
miré, como si mirándola fijamente consiguiera arrancarle una respuesta. Pero nunca me devolvió la mirada. Durante
unos diez minutos permanecí inmovil con el periódico en las manos. Una señora
vieja que estaba sentada a mi lado empezó a mirarme y vió que estaba leyendo el
artículo. “Un hombre repugnante, Mr Bakker” dijo. “Repugnante. Nació siendo una
sabandija y morirá a la sombra como la sabandija que es. Ojalá no le extraditen
a Estados Unidos. Que asco, de verdad”.
En mi mente se confundieron las ideas. Keith
era mi amigo. Era la única persona a la que le había contado mi secreto. Era mi
confidente. Él me escuchó y me comprendió sin juzgarme. Pero... existía esa otra
realidad que imaginé en su casa. ¿Era un enfermo?. ¿Le hizo algo a la chica del
café? ¿Por eso no quiere hablar del tema? ¿Por eso ha desaparecido?
Inmediatamente pensé en mí. Si fuera un acosador, un violador, no habría
intentado violarme a mí? Pero no lo hizo. Ni estando a solas con él en su casa.
Sólo me escuchó. Me brindó su amistad. Quizás tenía que defenderle. Hablar con
alguien. Verificar que conmigo no intentó ni lo más mínimo. Pero no podía. Si 5
mujeres habían declarado claramente sus situaciones, era por algo. ¿Y si esa
era su intención conmigo? ¿Y si el haberme escuchado y comprendido era simplemente una
estrategia?
No sabía qué pensar.
*****
Los meses pasaron y Keith entró en juicio. 5
mujeres más le acusaron de abuso sexual. 10 en total. Todas menores de 22 años.
Ninguna de ellas era la chica del café. Yo seguía el caso al milímetro. Keith
admitió haber tenido relaciones de mutuo acuerdo con todas las chicas. Sin
embargo, meses más tarde, fue condenado a 10 años de cárcel en Holanda. Por
abuso de poder y por que nunca logró demostrar que las relaciones fueran de
mutuo acuerdo. Nunca fue extraditado. En Febrero de ese mismo año, su clínica
fue declarada en bancarrota y cerró, lo mismo que su compañía. Nunca más le ví.
Nunca más supe nada más de él.
Nunca. Hasta hoy. Exactamente hace 2 años después
de que Keith desapareciera. Esta mañana, encontré una carta en el buzón
de mi casa, escrita a máquina. Sin remitente. Sin sello. Y decía:
“Juan
8
Lucas
15
Aún
guardo tu secreto, amiga”